Mi padre, por ejemplo, se horroriza (más bien le parece un sacrilegio) cuando ve a alguien acompañar con coca-cola los manjares de un buen banquete o mezclar refrescos gaseados con una degustación de quesos del país, de chorizo o jamón. Y abomina de la fea costumbre de servir el vino en vasos de plástico, que algunos practican durante las avalanchas festivas “para no estropear la vajilla”. Opina que es precisamente el plástico y otras moderneces los que matan el alma del vino, arrebatándole su aroma y sabor más auténticos, y, en esas circunstancias, prefiere abstenerse. Para las generaciones que, como él, han crecido cerca de la tierra y saben de sus maravillas y sus afanes, el vino es mucho más que un líquido en una botella. Es paisaje de sus vidas. Memoria y recuerdo de sus antepasados. Es tradición, artesanía, arte. Una joya en sí mismo. Placer para los sentidos. Fiesta. Por eso lo comprenden y lo miman, para saborearlo despacio en toda su profundidad.
Sin embargo, la asepsia de la vida urbana, su alejamiento de lo sciclos de la naturaleza, que hacen posible la maravilla de la uva, y la influencia de las modas anglosajonas que nos llegan por el cine y la televisión están creando unas nuevas generaciones desconectadas de su medio natural. Para ellos, el vino constituye un esnobismo o una bebida más. ¿Cómo transmitir entonces esa comprensión, ese espíritu del vino a nuestros hijos? ¿Cómo mostrar además su cultura, tan enraizada por siglos de historia en nuestro pueblo, a los apresurados turistas que hoy nos visitan? Ese fue el reto que se planteó el Gobierno de Navarra al crear en Olite el Centro de exposición -que no museo- de la viña y el vino de Navarra. Una muestra interactiva, evocadora en imágenes, sonidos, olores y sabores, de lo que es Navarra, de sus viñedos y bodegas, de los trabajos de sus gentes, de la alegría y la perfección que se transmite en una copa de rubí líquido.
